lunes, 3 de diciembre de 2007

Confesión.

Años atrás, cuando era aún inocente, encontré un pequeño tesoro. En realidad no era sino un pequeño libro en blanco, pero era tan hermoso como la vida y la muerte.
Lo abrí, lo miré, lo amé. Fue como si en él pudiera encontrar algo valioso. Recorrí las hojas con la vista de principio a fin, de principio a fin, y de nuevo.
Con las horas, comencé a ver letras perfilándose. Asombrada, pensé que estaba imaginándolo todo. Comencé a leer historias maravillosas, increíbles, como la del kiwi que quería volar. Me llené de letras, de palabras, de la vida que el libro me daba... y me sentí ligada a él. Ahora era mi tesoro... un tesoro que jamás nadie consideraría como tal.
Con miedo de ser considerada lunática lo escondí, sabiendo que, probablemente, nadie más podría ver aquella hermosa compilación. Lo puse en un pequeño cofre bajo mi almohada y cada noche lo vi antes de dormir, hasta que comprendí que no era REAL, que si seguía viéndolo quizás comenzaría a imaginar más. Por un lado me pareció tentador... era una gran posibilidad, expandir mis horizontes. Por otro lado, descubrí que no sería comprendido. Al final lo tomé y lo guardé en un lugar especial de mi repisa.
Pasaron los días y las noches, a través de años y el libro me llamaba. Yo sabía que él tenía una nueva historia para mi ahí, pero no quise verlo, pues temía perder absolutamente la cordura. Bastaba con que estuviera ahí - no tenía nada de malo-.
Al final, derrotada por mis espectativas, sueños y culpas, me acerqué y lo tomé. Lo abrí. Vi el Aleph en él... y ya no pude despegarme más.
Hoy, 3 de Diciembre de 2007, soy un capítulo suyo.

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